martes, 31 de marzo de 2009


Exótica

Los pétalos de tus besos no caerán sobre mí, sino cuando tu tibio costado anhelante sea cubierto con las interminables caricias que habitan mis dedos y pensamientos. Es posible que los días de fantasmas taciturnos se nos huyan. Que los silencios se hagan colores que busquen reventar en nuestras bocas. Entonces querremos cantar las mismas canciones, los latidos saboreando ternuras inesperadas, del mismo modo que cuando crece una mañana alegre. Así sentiré tu presencia tímida y enamorada. Como semilla abriendose con el sol.
Al terminar de leer el poema que te había entregado, lentamente fuiste levantando tu mirada hasta dejar tus ojos fijos en los míos. Tuve miedo.
Estábamos solos en la pequeña pieza de casa prestada. La ventana estaba abierta, con las cortinas blancas que impedían observar desde afuera, por lo que llegaban los sonidos de afuera. Debían ser pasadas las 18, pues se escuchaba a los chicos que volvían de la escuela. Para mí eso significaba que en pocos minutos más te levantarías de la cama, te vestirías con el uniforme y regresarías a tu casa. Habíamos pasado otra tarde amándonos del extraño modo que nos amábamos. Sintiendo yo en mi piel maravillas y terror. Sintiéndote a vos furiosamente dulce, dándome orgasmos desde tu distancia.
Desde aquella primera vez que me dijiste que querías conservar tu virginidad, nunca más volví a intentar penetrarte. Obviamente, fue como si mi cuerpo estuviera a punto de estallar como una manguera apretada con el grifo abierto, pero interpreté que tus dieciséis merecían de mí, con mis veintisiete, esa consideración. Además, estabas desnuda al costado de mi cuerpo desnudo, y no bien terminaste de hacerme ese insólito pedido sentí que tu lengua se hundía en mi boca y luego, lentamente descendiendo, llegaba a mi pija parada.
Te movías sobre mí y comencé a besarte mojándome en tu piel que sudaba como miel, y fuimos dos bocas y lenguas y dos pares de manos explorándonos sudores y gemidos. Creí natural rozar con mi hombría tu redonda, firme delicias. Y fueron tus dedos quienes abrieron tu suave secreto trasero.
Debo haber perdido mucho peso aquella tarde. El dolor de ambos por la infrecuente entrada culminó en sucesivos espasmos en vos, en uno de los cuales sentí que me hundía en el fondo de tu alma, o la mía. Cuando abrí los ojos, me sonreías. Y comencé a amarte o condenarme.
Tres meses habían pasado de aquella tarde de salvaje pasión. Me había acostumbrado a ver tu uniforme de colegiala tirado sobre el piso, como tu espalda ofrecida como flor. Todos los jugos que pudieron dar nuestros cuerpos fueron probados por nuestros labios, mientras que no quedó ninguna porción de nuestros cuerpos sin recorrer por las innumerables caricias que nos dispensamos sin límite ni freno.
Pero sufría sus ausencias como un adicto en abstinencia. Y pese a que nunca más ni siquiera insinué penetrarla, deseaba eso como hambriento, me sentía incompleto, la sentía con ausencia de mí.
Creí que el problema era que se sentía insegura de mí. Tal vez por que lo nuestro había comenzado como un levante en la calle, tal vez por que sabía que venía de viajar por diferentes lugares, y le había confesado que necesitaba continuar viajando. Tal vez por que pensara que sólo me interesaba el sexo.
Pensé que debía decirle que la amaba.
Por eso aquella tarde, cuando ella cerró la puerta y comenzó a quitarse su uniforme, la detuve. Generalmente, tras un llamado por teléfono, la esperaba desnudo. Ella sabía que me encontraría de ese modo, y se había tomado la costumbre de desnudarse, y de ese modo conversar hasta volver a amarnos como posesos, con la salvedad de su virginidad vaginal.
Le pedí que se siente sobre la cama y que me escuchará. Sonriente, comenzó a desprenderme el pantalón. Sus dientes perfectamente alineados brillaban como breves cascadas blancas. Era hermosa. Dos mechones de su pelo negro bajaban voluptuosos por sus pómulos redondeados del color de la miel espesa. Sonriente, lentamente pasaba su fina lengua sobre unos labios carnosos, encerrados en una pequeña boca. Sus ojos azabache desprendían la misma mirada entre pícara e inocente. Comenzó a desprenderse la camisa blanca. Como otras veces, no llevaba corpiño, sus pechos llenos saltaron ante mis ojos. Para no besárselos, como otras veces, puse mis labios sobre su nariz respingada.
Dije que la amaba, que deseaba casarme con ella, que debía sentirse segura conmigo, y que era suyo.
- Quiero darte todo lo que soy, amarte entero, que me des todo de vos
Me miró fijamente. Recién en ese momento me di cuenta que nunca me había mirado. Cuando reía movía su cabeza para todos lados y cubría sus ojos con el pelo que le tiraba hasta la cintura. Cuando nos agitábamos en la cama, me abría todo, menos sus ojos y su vagina.
Luego de mis palabras comenzó a llorar.
No me dio tiempo a reaccionar. Se abrochó la camisa, recogió sus útiles, mi poema, y se marchó.
Dos años después, antes de irse del país, me mando una carta con una foto donde se la veía desnuda, con dos hombres de igual modo, entrando por los lugares correspondientes.
Supe, por internet, que como atracción latina, baila en un club nocturno de Ámsterdam.

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