martes, 31 de marzo de 2009


Creo que desde que promediaba diez años comenzaron a habitarme desordenados deseos. Eran sensaciones muy puras, vistas a la distancia: la mirada suave, angelical, de la señorita Marta, maestra de quinto grado; las piernas detenidas en el guardapolvo de Marcela recorriendo mis desvelos; el rostro pecoso y sonriente de la dorada Patricia; las palabras ocasionales de Sandra para pedirme prestado un lápiz; los silencios de María.
Ellas me llevaron a una agridulce sensación que me movía la panza, en ese entonces, sin reconocer de que se trataba.

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Carolina tenía 16 años y se trataba de una adolescente preciosa, pero lo recomendable era admirarla desde lejos. La chica, sin saberlo ella, era una bruja. A veces, cuando necesitaba caricias, su voz semejaba un murmullo sensual, mejor digo, un ronroneo de gata. La única certeza del origen de su alma perdida era el insistente deseo de dominio que la habitaba, destino oscuro que la conducía inexorablemente hasta mis deseos.

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