jueves, 11 de diciembre de 2008

Ternuras solitarias



Cuando Inés frente al espejo alisó su pelo, tocando con sus temores los deseos que soñaba, no sabía, no podía saberlo, que alegrías y broncas de varios tiempos jugaban por algún lugar dentro de ella.
Aquella madrugada David se encontraba detrás de ella, en el living de su departamento, callado ,contando los pasos de ida y vuelta entre una pared y otra. Se le ocurría el único estúpido modo con el que distraer sus fantasmas locos y ebrios que querían ahogarse desde hace tiempo en las cloacas. Había ido a buscarla, luego de dos meses de silencio. La última vez habían sido felices, salvo que ella, en uno de sus palabras de placer, había mencionado un nombre que no era el suyo. Nombre de mujer. Su nombre.
Aquella noche, ambos evitaron mirarse, pensarse, sentirse. Ella con su pelo. El con sus pasos.
Recordaba que la piel de Inés olía como los cerros verdes mojados por las caricias de rocío que la luna dejaba, era la misma que luego del deseo había sentido en su lengua seca, antes de comenzar a contar las baldosas.
Su pecho me envolverá como el aire de su tierra, se dijo, y quisiera esconderme en su pecho para sofocarme en su aliento, sintió Inés en su costado, antes de encender la música para aturdirse.
Luego se fue del departamento, sin despedirse. Por la ventana, David vió cuando la muchacha subió a la moto, mirando hacia arriba, mientras su pelo era invadido por el humo. Días más tarde, le escribió que sintió un gusto agrio y dulce en sus labios. Nunca más se volvieron a ver.
Aquella noche, David hizo el amor con el demonio y besó el fuego entre piernas heladas. Por última vez dijo sus nombres, el mismo de mujer.
La ternura durmió sin ninguno los tres.

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