domingo, 7 de diciembre de 2008



El desenfado y la tristeza

De pronto me siento ridículo. Aún con la corbata al cuello, con los lentes puestos y el bolso colgado al hombro, estoy dentro de un boliche bailable.
Si desubicado es presentarse de tal modo en cualquier local nocturno, la sensación de absurdo se incrementa pues donde me encuentro el dancing es de travestis.
En realidad, me sentiría desprotegido si no hubiera entrado vestido de esta manera. Es mi auto impuesto uniforme de periodista, y de tal modo me presenté en la boletería explicando –aunque al patovica poco le importó- que buscaba una nota sobre los travestis. “Adentro hace lo que quieras, pero acá pagá la entrada”, dijo sin rodeos. “Claro, sólo quería decirles quien era”, le contesté a quien no me escuchaba.
Una semana atrás había logrado entrevistar a tres travestis en las calles alejadas por pocas cuadras del centro. Estaban de levante y el espacio público, luego de un pudor inicial, me dio cierta seguridad. El auto del diario estaba al lado, con el chofer al volante, el fotógrafo al lado mío y tras identificarme y algunas bromas, logré distraer sus búsquedas por algo menos de diez minutos, hasta que los clientes llegaron, abrieron las puertas de los caros vehículos que manejaban y se marcharon. Una de ellas, “Lulí”, me sugirió que el jueves a la noche podíamos hablar “tranquilos” en el boliche. Allí estaba. Inseguro, indefenso, sintiéndome ridículo. El lugar me parecía exclusivo de ellas, pues así las veía, y de quienes deseaban compartir momentos con sus despampanantes cuerpos. La sensación de falta de pertenencia era total.
Mientras sufro, miro alrededor. Hay pocos hombres, al menos vestidos como tales. El lugar está poblado, estimo, por alrededor de 100 siluetas femeninas. Casi todas son figuras esculturales. Mucho gimnasio, mucha dieta y siliconas han dado por resultado pechos firmes, cinturas finas, piernas largas. En algunas caras presumo cirugías plásticas, pues las narices son acabados dibujos respingados, los pómulos altos, las facciones delicadas.
La visión es perturbadora. Cualquier varón hecho y derecho no puede menos que apreciar, como lo hago, de que los cuerpos son casi perfectos, parecidos a los de las pulposas chicas que se venden en las tapas de revistas. Pero son hombres que han decidido, bisturí y sudor mediante, mostrarse, vivir y amar como mujeres y como hombres, si cabe. No se trata de hombres que se visten de mujeres. No son gays orgullosos de sus cuerpos de hombres. Travesti es el nombre genérico para describir al transexual aparentemente satisfecho de sus producidas formas femeninas.
Definir esto ayuda a mi conciencia de heterosexual que se precia de tolerante, pero mis cavilaciones son interrumpidas por tres chicas que se acercan contoneado sus caderas.
Jazmín, Karina y Ayelén se presentan, y sus voces demuestran que no son mujeres desde la cuna. Karina, un metro ochenta y con un cuerpo que avergonzaría a Pampita, no anda con vueltas, y me propone que por dos billetes de 50 vayamos a un lugar íntimo. Creo que lo mejor es evitar confusiones, por lo que me apresuro en decir quien soy y el objetivo periodístico que persigo. Karina, la exuberante, Ayelén, la hiperkinética y Jazmín, la de ojos tristes, se ríen al unísono. “Peladito, hasta ahora no hemos violado a ningún hombre. Si lo único que querés es charlar, entonces paganos una cerveza y hablemos”, me susurra la de mirada romántica.
Dos horas después, llegó a la conclusión que son tan peligrosas para la sociedad como los tiburones blancos en la puna.
Decidieron abandonar la masculinidad, reconocen que no son mujeres, defienden su modo de vida. Saben que sus parejas ocasionales o duraderas son y serán, en el mejor de los casos, bisexuales, asumidos o no, sino de lo contrario otros travestis. No les atraen los gays aunque sí las lesbianas. Y terminan aceptando que las libertades que tanto les costaron y les continúan costando, les impiden en su totalidad la plenitud de gozar la vida que eligieron: como todos, ser felices.

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