miércoles, 3 de diciembre de 2008

Un lugar conocido



Con mucho cuidado dobló las medias de él, las de hilo, sobre el montón de ropa interior que ya había planchado. Nunca como antes sintió que en cada prenda dejaba un poco de vida. Cuando su esposo, el doctor Floresta, entró al dormitorio, ni siquiera la miró, como tantas otras veces. Ya estaba acostumbrada a esa indiferencia que al comienzo había sentido cruel. Desde hace más de un año atrás comenzó a sufrir su desinterés hacia ella. Poco a poco fue adaptándose, escuchando en su corazón sereno los aullidos del dolor impotente que le entregaba aquel silencioso desprecio.Al principio, fueron las mentiras, las humillaciones, los reclamos, las discusiones. También desde el comienzo las cachetadas fueron brutales. ¿En que momento ella aceptó la perversidad de ese juego donde siempre perdió?. Fueron los reclamos por desatenciones, sus llegadas tarde. La mirada molesta de él. Las preguntas que le hacía acerca de otras mujeres. O sobre lo que ella hacía mal. Los suspiros impacientes de él. Sus lágrimas, que le brotaban de tonta que era, lo reconocía, y la espalda suya, dejando el perfume que a ellas, lo intuía, mareaba con dulzura. Entonces Gabriela, sintiendo que lo perdía otro poco, otro día, intentó abrazarlo desde atrás. El doctor se volvió para cachetearla y se marchó.Fuera de los dos hijos, hace nueve y dos años atrás, ya nada recibía de él. Excepto la carta aquella donde le pidió el divorcioPor eso doblaba sus medias, y cuando su marido entró al dormitorio y ni siquiera la miró, ya no sintió las viejas humillaciones.Algo extraño debe haber percibido Floresta en su esposa que le preguntó que estaba haciendo con su ropa.Le contestó, con su voz suave de siempre pero con una desconocida firmeza, "quiero que te vayas de mi casa".El abogado la miró por primera vez sorprendido. "No te voy a dar el divorcio, pero tampoco acepto que continués viviendo en la casa de mis papis", sostuvo manteniéndole la mirada.Quiso decir que era el hogar de la familia que había buscado, la de sus hijos, que no le pediría nada, pero que se quedaría con los niños, la casa, y el matrimonio. Él le reventó el labio inferior de una trompada.En cierto modo ella esperaba el golpe, pero ya se había prevenido de que luego podía perdonarlo. También albergaba la esperanza de que ante un anuncio tan drástico, él le suplicaría la reconciliación y el amor renacería del infierno.Cuando sintió el otro golpe que la dejó mirándole con un solo ojo, se convenció de que era más de lo mismo. Antes que él le continúe pegando le pidió ir a discutir el divorcio. Era lo único que él le había aceptado en tantos años: no le pegaría delante de sus hijos.Tuvo miedo, pero se dijo que después de las seguras trompadas, ella se quedaría con las heridas y la nostalgia. Pero al menos serían los últimos golpes.Volvió a sentir miedo dentro de la camioneta. Para calmar el dolor o los miedos, ella aceptó la botella de whisky que su esposo sacó de la guantera.. Ya estaba mareada por el licor cuando llegaron hasta el costado del puente. Apenas tuvo tiempo de pisar la orilla del bravo río crecido. Su marido le reventó la nariz de una cachetada. Cayó al barro aguado, sintió las patadas en la cara, en los pechos; quiso decirle que podían hablar, pero la sangre no la dejó soltar ni un lamento. Desapareció el dolor y el miedo; sintió que lo amaba, que le odiaba, que se moría. Y que sus hijos y el río la abrazaban para siempre.

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