miércoles, 8 de abril de 2009

Farsa trágica


Farsa trágica

El sargento Barreiro nos recorrió con mirada altiva y socarrona a cada uno de los 70 conscriptos que estábamos parados, en posición militar firmes, frente a él y a sus dos ayudantes. Hacía calor, el sol quemaba y ya llevábamos tres horas parados en la misma posición, esperándolo, como nos había ordenado un cabo que debía tener un año menos que yo pero que se creía Menéndez. Mantuve mí mirada fija al frente sin demostrar ninguna emoción, aunque por dentro me provocaban repulsión esos hombres disfrazados de verde que parecían gozar de vernos transpirados, agotados, temerosos.
Era el primer día en el Escuadrón de Exploración de Caballería Aerotransportada 4, en el predio de La Perla, en las afueras de la ciudad de Córdoba, camino a Carlos Paz. Recién había comenzado el otoño de 1981.
- ¡¿Así que ustedes son los nuevos reclutas?!- dijo Barreiro, remarcando la última palabra con sobreactuado desprecio.
- Desde ahora, son míos. Yo los voy a convertir en paracaidistas, y si alguno no sirve, entonces va a terminar allá detrás –y señaló con la pistola 11.25 que había desenfundado hacia el fondo del cuartel, en dirección Norte- en donde están pudriéndose los subversivos maricas que yo mismo maté, ¡con estas manos!. ¡Porqué el que no es milico, es alimento de gusanos!
Así nos enseñaron en aquel entonces quienes eran nuestros enemigos: subversivos y civiles, en ese orden. Y también que donde estábamos había sido hasta pocos meses antes un matadero y parque temático de tormentos para cualquiera que pensara distinto.
- Porque si no los mató antes, ¡ustedes se convertirán en la elite de las fuerzas armadas, en los paracaidistas de la Gloriosa Caballería del Ejercito!- remarcó el sargento.
Recordé mis ganas de ser aviador militar, y la admiración infantil hacia los guerreros de la Patria, y la noche que entraron a mi casa, a las patadas, tipos mal vestidos y barbudos que nos apuntaron con sus fusiles FAL, incluso a mi hermanita que tenía tres años y uno de ellos se identificó como capitán Cáceres y se llevó a mi viejo. Recordé que días antes habíamos enterrado gran parte de la biblioteca que teníamos y la renguera y la cara de tristeza y dolor de papá, un ex delegado ferroviario, cuando volvió a casa, una semana después, y su silencio sobre lo que había pasado, silencio que nunca, hasta la actualidad, abandonó.
Faltaba poco para el verano de 1981 cuando llegó la orden de aprestarnos para entrar en combate contra los chilenos. Había cambiado nuevamente la hipótesis de conflicto.
Ya no estaba en La Perla, pues en una ocasión que Barreiro me había castigado estaqueándome día y medio y tras “bailarme” después más de una hora, estando tirado boca abajo, agotado, me pateó el costado. Le agarré la pierna y lo tiré al polvo. En vez de consejo de guerra por insubordinación, por “cuestiones de apariencia” me mandaron como asistente del jefe del barrio militar General Deheza.
En otoño de 1982, el teniente coronel a quien servía me dijo que había decidido que yo no me sumaría a los aprestos militares que comenzaban al otro día. Recién el primero de abril de 1982, a la noche, mi jefe me llamó para decirme que las Fuerzas Armadas recuperarían las Islas Malvinas. Y que después de la Aviación y la Armada, irían los paracaidistas. Sin pensarlo le dije que quería combatir. El era un buen hombre, confinado a la administración porque, según se comentaba, se había negado a usar el poder del Estado armado contra los civiles. Admiraba el amor que le tenía al Ejército y su rectitud. En alguna ocasión comentó que veía en mí dotes para un buen oficial, “pero no en esta época”.
- Esto es una farsa. ¡Dios quiera que no termine en tragedia! –dijo lastimosamente. ¡Y usted se queda acá! – me ordenó.
Al otro día, por primera vez desde que la selección argentina había ganado el Mundial de fútbol, en todo el país salieron a festejar.

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