miércoles, 11 de febrero de 2009


Mala nota


Horacio conoció a Luciana en la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Córdoba.
Su belleza, que consideró completamente inabarcable, le dolió hasta en sus ausencias. Físicamente entendió que se trataba de la consagración de la mujer perfecta. Su presunción se confirmó al conocer que había ganado todos los concursos de chicas hermosas en los que llegó, llevada por sus padres. Los importantes contactos de éstos lograron que luego de presentarse al certamen de Miss Argentina, donde obtuvo la corona de primera princesa, a los 16 años, comenzase a aparecer en las revistas promocionando la lencería fina de una multinacional. Ellos eran ricos, por lo que no perseguían dinero con las actividades en la que envolvían a la preciosa hija; sólo lo hacían por vanidad.
Paradójicamente, Luciana había resultado, desde que a los trece años floreció como una adolescente sobrenaturalmente hermosa, alta y misteriosamente distante, en una joven sencilla, humilde y tímida como una campesina. Pese a la temprana conciencia del impacto visual que provocaba, no le agradaba demasiado que se le diese tanto valor a sus rasgos preciosos y formas armoniosas. Estaba persuadida que las ideas eran mucho más bellas, interesantes e incluso eternas. Esta precoz certidumbre la convirtió en una voraz y desordenada lectora de novelas de autores clásicos, poesía e historia argentina.
Poco antes de cumplir dieciocho años, Luciana apareció, con una camisa celeste y una discreta falda azul, en la primera clase de Introducción a la Filosofía. Sin proponérselo, desairó con su suave silencio, todas las vanidades, envidias, miradas.
Horacio sintió que el percibía algo más que su deslumbrante, obvia, belleza.
Su presencia visual no llamaba la atención ni siquiera de las moscas, pero a fuerza de frustraciones sentimentales aprendió a desenvolver un seductor modo de expresarse, por medio de cierto aire bohemio, intelectual, y discretamente apasionado para defender sus ideas, con el cual lograba, con mucho esfuerzo, atraer momentáneamente la atención de alguna desprevenida muchacha.
Tras algunas oportunas intervenciones reflexivas en clases, excelentes notas en los primeros prácticos, y la fortuna de ser incluído por el profesor en el grupo de estudio de Luciana, logró que ésta repare en él como algo distinto al paisaje universitario. Horacio sedujo, por su lucidez intelectual y su refinada sensibilidad para sintetizar los principios acerca del amor en “El banquete” de Platón, a las tres chicas hermosas que conformaban el vistoso entorno de Luciana.
Esta rompió suavemente el silencio con el que lo había escuchado, mareándolo con su mirada profundamente azul, para invitarlo, junto a las otras compañeras, a la casa de sus padres, con el explícito objetivo de estudiar para el examen parcial.
Horacio llegó caminando a la descomunal casa en el medio de tres hectáreas de parque donde vivía Luciana.
Aquella tarde, el muchacho se esforzó como un náufrago para conmover los costados de la belleza. En lo que fueron breves cuatro horas, desenvolvió pretendidas miradas profundas, intensas, desamparadas. Palabras enérgicas, dulces, exquisitas. Antes que aparezca el primer lucero de la noche, Luciana concluyó la jornada elogiando su inteligencia, tras lo cual llamó al chofer y le ordenó, cortés y secamente, que lo llevase a su domicilio. “Gracias por ayudarnos”, le dijo antes de darle un fugaz beso en la mejilla derecha. El parco empleado lo dejó en la vereda de la pobre pensión en donde mal dormía.
Una semana después del parcial, conocieron las notas. Luciana y sus compañeras aprobaron con diez. El apenas logró un siete.
Por comentarios se enteró que las otras chicas divulgaron que “el muy tonto se enamoró de la persona más inalcanzable”. Las palabras más benévolas que escuchó acerca de él fueron “tonto” e “iluso”.
Otros comentarios usaron conceptos mucho más despreciables.

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