martes, 11 de noviembre de 2008


“En aquellos días de odio y amor confundidos fuimos maravillosos mendigos, caminantes sabios como niños y adultos torpes en nuestros tropiezos. Casi como ustedes. Deben continuar, caminando y orando a Dios, cuidándose, entre ustedes, del Mentiroso. Sigan. Los amo, como mi Padre, y Jesús y el Buen Espíritu. En esas lágrimas, Claudio, Enrique, Yo vivo. Yo Soy. Mateo, 23.3-13.”.
Pese a la débil luz de la vela, Enrique terminó de leer el papel que su amigo Claudio, en estado de trance, había escrito casi sin respirar con una birome ordinaria. Ambos se miraron sin decirse nada; luego, temblando, sonrientes, llorando, los jóvenes se abrazaron.
Habían superado las desconfianzas mutuas como también la incredulidad inicial ante los insólitos y conmovedores mensajes espirituales, como les llamaron, al convencerse que ninguno de ellos podía escribir tan rápidamente, con tal estilo y con una precisión en la indicación de los textos de la Biblia que ambos desconocían.
La fuente de los mensajes se había identificado, tres semanas atrás, como Mario. Dijo, mediante las palabras transmitidas a Claudio, que había sido un guerrillero montonero, fusilado en la cárcel clandestina de La Perla, Córdoba, el 30 de junio de 1976.
Las revelaciones sobrenaturales habían comenzado una noche de abril de 1987 en el lujoso departamento de Mariela, con el juego de la copa. Esta era la versión sencilla de la tabla Ouija, y la novedad la había llevado Enrique, con la intención de atraer la atención de la bonita rubia de 18 años.
Luego de haber puesto en un círculo de cuarenta centímetros de diámetro las letras del abecedario, y enfrentadas las palabras si y no, Enrique exigió, con impostada gravedad, una copa “de cristal legítimo”, dos velas y silencio total. Esto último fue más complicado lograrlo, pues además de la dueña de casa se encontraban dos amigas de su pueblo natal, Villa María, Carla y Florencia, tan preciosas y frívolas como ella, y una compañera del primer año de Filosofía, María de los Angeles, morocha de ojos verdes, cuerpo pecaminoso y lengua cruel. Excepto ésta última, que observaba el despliegue con sorna, las demás se encontraban excitadas ante la posibilidad imaginada de conocer el futuro y respuestas a sus inquietudes afectivas.
Alrededor de la mesa de roble lustrado, el círculo de letras y la copa se ubicaron Enrique, Claudio, Mariela y Carla. Todos apoyaron suavemente sus índices sobre la base del cristal.
- ¿Hay alguien aquí? – preguntó con voz grave y solemne Enrique.
El silencio y la tensión crecieron durante largos segundos; luego, suave y lentamente al comienzo, la copa se desplazó independiente de los cuatro índices apoyados apenas sobre su base invertida.
- Yo Soy quien habita la cueva de los sueños, donde los lobos y los zorros quedan fuera.
Todos los presentes empalidecieron.
Las chicas se recuperaron rápidamente e iniciaron, al mismo tiempo, preguntas acerca de sus esperanzas amorosas con varones varios y resultados de sus carreras universitarias. La copa no se movió hasta que de pronto salió, como si poseyera energía propia, proyectada hacia una pared, en donde se hizo trizas.
Una semana después, Enrique y Claudio se acomodaron alrededor de una mesa humilde en el pequeño departamento que albergaba Enrique, al fondo de la casa de su abuela, en el barrio Alberdi. A falta de copa, colocaron, dado vuelta, un pequeño vaso de vidrio.
- Yo Soy y hablo desde la eternidad, donde vida y muerte ya no son. No merodeen las sobras que les dejan. Ustedes deben andar para escuchar al Padre. Resuciten. Yo soy. 1 Corintios, 13.
Unos meses después, tras varios encuentros sobrenaturales conmocionantes, los amigos salieron a viajar. Dos años anduvieron entre, mates, pueblos, presidentes, cartas, romances, dolores de la patria y desencuentros.

Sus búsquedas continúan. Fueron jóvenes algo atorrantes, mucho más idealistas; farsantes y capaces de enfrentar al Ejercito por el amigo; lloraban por una señorita que los postergaba y condujeron una procesión religiosa para lograr comer a la noche y de paso entender a Dios.
Aprendieron que la vida comienza en las circunstancias, desde las flaquezas, cada día y minuto. Y que todos eran comunes y divinos.

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